07 mayo 2007

RETROSPECTIVA

A veces miro atrás. Veo a estos niños tan raros, tan pobres, tan negros que me rodean y a veces me asombro de cómo se parecen a mí. De cómo todos los niños del mundo se parecen entre ellos. Y a veces, sobre todo en estos días de lluvias imprevistas, añoro la niña que fui y daría media mano por volver a correr hasta quedarme sin aliento. Por columpiarme hasta sentir vértigo. Por mearme de la risa, literalmente. Por saltar en los charcos. Por creerme verdaderamente y sin atisbo de duda la princesa de un reino perdido. Por girar con los brazos abiertos hasta caer mareada y a punto de vomitar. Por no pensar en el mañana. Por poder creer lo que dicen los adultos sólo porque son adultos y siempre tienen razón. Por poder obedecer ciegamente. Por poder pensar “ya lo aprenderé cuando sea mayor”. Por no arrepentirme jamás. Por no conocer el sentido de culpa o la vergüenza ajena.


A veces lo hago. Saltar en los charcos. Pensar “ya lo aprenderé cuando sea mayor”. Sólo que ahora cuando pienso eso es porque soy una irresponsable. Pero ya no sé columpiarme. Me mareo. Tampoco sé correr sin sentido. De hecho, ya no sé hacer cosas sin sentido. No me sale.

Mi infancia no es el Barrio Sésamo. Ni el Equipo A. Al menos, no sólo eso. Mi infancia es un bosque, un domingo de otoño, con más de un metro de hojas secas, jugando a enterrarnos con mis hermanos, a tirarlas por los aires, a mojarnos en esa lluvia de confeti de mil tonos marrones. Es el olor de esas hojas, que aquel domingo era todavía agradable pero que, pocos días después, habrían empezado a oler a podrido, como huelen a veces los recuerdos de infancias estereotipadas, que nos describen como niños autómatas delante de la televisión, sin más horizontes que la panadería de un barrio compuesto sólo por una plaza donde vivía un erizo de tamaño monstruoso. Fuimos eso tal vez, y algo más. Y ese algo es lo que se echa de menos. La sensación de seguridad. Los pequeños dramas de los niños ignorantemente felices.


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